Pese a lo que se comenta y argumenta en distintos espacios, la corrupción no es eficiente ni puede generar eficiencia.
Esas afirmaciones, cabe apuntar, no son nuevas. En 1968, Huntington sostenía que «para el crecimiento económico, solo hay algo peor que un gobierno rígido y corrupto: un gobierno rígido y honesto». Tal hipótesis señala que la corrupción pone en funcionamiento mecanismos de aparatos públicos que no se activarían sin su impulso.
La eficiencia —entendida como la capacidad para alcanzar objetivos y metas mediante el uso óptimo de recursos— es incompatible con la corrupción, en primer término, porque ocasiona enormes pérdidas a las economías. El Pacto Mundial de la ONU asevera, por ejemplo, que la corrupción incrementa, aproximadamente, el 25% del costo de las contrataciones públicas los países del mundo. Difícilmente, un régimen puede considerarse eficiente ante un índice porcentual de tal contundencia.
Además, si, efectivamente, ciertos actos de corrupción facilitaran la actuación de una administración pública casi inerte, es innegable el riesgo de que se vuelvan indispensables y encarezcan, hasta volver inalcanzables, los servicios públicos necesarios para asegurar la vigencia de los derechos de las personas. Allí —además de la notoria ineficiencia en el servicio público al ciudadano— se aprecia un punto clave de todo razonamiento vinculado con la corrupción: su impacto en los derechos fundamentales.
Es necesario mencionar que, para la Defensoría del Pueblo, la corrupción vulnera derechos fundamentales de manera directa o indirecta. Los actos de corrupción violan directamente derechos de las personas cuando impiden el ejercicio de uno o más derechos; lo hacen indirectamente al iniciar una serie de eventos que, finalmente, restringen o limitan su cabal vigencia. La adquisición pública de medicamentos en mal estado para favorecer a un postor es un ejemplo de afectación directa del derecho a la salud —además del derecho a la integridad y, eventualmente, el derecho a la vida de los ciudadanos usuarios de los servicios de salud, así como del derecho a la igualdad y no discriminación de otros postores—, mientras que el desvío de fondos destinados a la construcción o equipamiento de hospitales o centros de salud en procura de obtener ventajas o beneficios indebidos es una muestra de vulneración indirecta de diversos derechos.
Volviendo a la tesis de la corrupción eficiente, debe recordarse un criterio ético que se traduce en obligación constitucional: el fin supremo del Estado es proteger a las personas. La corrupción debilita las instituciones públicas al dañar su legitimidad. Sin instituciones públicas sólidas, el Estado de Derecho no funciona y el sistema democrático no realiza sus tareas, entre ellas, la defensa de los derechos fundamentales que la corrupción vulnera. Al no cumplir con su fin supremo, el Estado no puede considerarse eficiente.
Los criterios éticos exigen recordar, también, que una democracia presta tanta atención a los fines como a los medios empleados para lograrlos. Las personas son siempre fines y los medios que se usen para garantizar sus derechos deberán ser éticamente adecuados a los valores democráticos. Los actos de corrupción nunca podrán entenderse como éticamente correctos y, por ende, medios óptimamente utilizados para conseguir objetivos. Es decir, no son ni serán eficientes.
En conclusión, una aproximación economicista será plenamente coincidente con una mirada desde los derechos fundamentales al descartar la tesis de la corrupción eficiente. Desde los vicios en la economía a gran escala, los perjuicios a los sistemas administrativos y políticos hasta las gravísimas consecuencias en la vida de las personas y de los grupos humanos, la corrupción es evidentemente ineficiente.
Comisionado del Programa de Ética Pública y Prevención de la Corrupción
No hay comentarios:
Publicar un comentario